Mi último café: un cappuccino descafeinado
Hace poco más de ocho años comencé a tomar café y me encantó formar parte de esa cultura alrededor de él. El de juntarse con amigos para tomar un café en cualquier esquina de Buenos Aires. El de intercambiar ideas con un café enfrente. El de sentirse parte de una fascinación por este líquido negro, y sus derivados, que ha generado grandes fanáticos – y hasta adictos- a él.
Primero, probé el clásico cortado. Después, probé distintos tipos hasta quedarme con el cappuccino. Y de ahí, no me moví a menos que vaya a la casa de alguien y que sólo tenga café con leche. Lo que me empecé a dar cuenta, a las horas de tomar café, es que me caía pesado y me daba acidez. Con lo cual, las ocasiones que me juntaba a tomar un café las cambiaba por un té u otra cosa, y poco a poco el café fue dejando mi vida.
Hasta el miércoles pasado que se me ocurrió probar café descafeinado para ver si pasaba el mismo efecto. Y por más que me pese admitirlo, no tan inmediato como el café normal, pero a las horas también me cayó mal. Conclusión: me debo despedir del café. Y hasta que alguien me de una mejor solución para poder seguir tomando café, que me encanta, sin que me caiga tan pesado. Será mejor que la despedida sea agridulce.